En su viaje de emigración, nuestra protagonista tenía intención de alojarse en casa de su medio hermano, ya que éste regentaba una residencia estudiantil. El trato era que I. iba a rentar una de las habitaciones de la residencia, pagando exactamente el mismo precio que el resto de los inquilinos, como es lo justo. El hermano de I. trabajaba por las noches, cosa que dificultaba encontrar el tiempo para trabajar en el vínculo fraterno, pero ella confiaba en que podrían adaptarse y hacer algo de tiempo para conversar y conocerse.
Bastaron pocos días para que I. se diera cuenta que su hermano estaba más contento por tener un inquilino más pagando alquiler en su residencia, que por reencontrarse con su hermanita. Las pocas conversaciones que lograron tener, giraban en torno al pago de la renta. Si bien no se puede dejar de lado que la orientó en lo que pudo en cuanto a su desenvolvimiento en los medios de transporte urbano de la ciudad, la verdad era que el hermano de I. poco a poco iba mostrándole que los intentos de ella por establecer un vínculo fraternal con él, no eran bienvenidos… ni siquiera relevantes.
La madre de I. siempre fue una mujer flexible en cuanto a las responsabilidades domésticas de su hija para con los quehaceres del hogar, por lo tanto, nuestra protagonista había llegado a los 26 años de edad sin tener mayor idea de cómo utilizar una escoba o lavar un plato. Puestos en este contexto, comprenderá el lector el tamaño esfuerzo que le supuso a nuestra heroína ofrecerle a su hermano el limpiar toda la residencia a cambio de obtener un dinero extra para mantenerse mientras conseguía un trabajo estable. Sin embargo, su ofrecimiento no respondía nada más a la necesidad económica, sino también al hecho de querer mostrarle a su hermano que había venido a colaborar, y no a ser una carga en su vida. Su hermano aceptó el ofrecimiento, y luego I. comprobó que la motivación de él respondía al hecho de poder disfrutar de mano de obra muy barata. Y las pocas veces que tenía contacto con ella durante la semana, la conversación se limitaba a observaciones acerca del trabajo de limpieza de la joven, tareas que faltaban por hacer, y cálculos de horas de trabajo/día. Como una empleada más.
Y a la par que su ilusión por tener un hermano se iba deslavando, I. se iba dando cuenta de que su cuenta bancaria se estaba agotando de forma alarmante. Comenzó un programa de inglés en la universidad, previo a la maestría para la cual se había inscrito. Y no pasó mucho tiempo antes de que sacara las cuentas –considerando los sueldos que podía ganar con las opciones laborales que había disponibles para ella con su visa de estudiante– y viera que, a menos que fuera contratada por un cartel del narcotráfico, no iba a poder pagar el programa de inglés, más la maestría.
Por otro lado, su búsqueda laboral iba de mal en peor. No tenía idea de cómo hacer una hoja de vida, considerando que jamás había trabajado de otra cosa que no fuera economista. Sin embargo, estaba bastante clara de que no tenía dinero, ni nadie con quién contar, porque intuía que su hermano estaba más que dispuesto a echarla a la calle si se llegara a dar el caso de que ella no tuviera dinero para pagar la renta. Ni hablar de facilitarle algo de comida si ella llegara a tener que sacrificar su presupuesto para el mercado en aras de cubrir la renta. Así que era momento de trabajar de lo que fuera.
Sacrificó una parte importante de su presupuesto en un curso de barista, para aprender a hacer café. Las ironías de la vida… ella que odiaba el café, ahora estaba aprendiendo a hacerlo y pretendía trabajar de eso. Claro, la vida continuaba enviándole su repertorio de ironías, al hacerle ver como ella, que nunca había sido amiga de los quehaceres domésticos, también estaba enviando hojas de vida para postularse como empleada de mantenimiento. No le hacía ascos a nada. Total, un trabajo era un trabajo.
Y así, después de hacer su curso de barista, siguió enviando y enviando hojas de vida, cuya cantidad crecía de forma inversa a la cantidad de dinero que tenía en su cuenta. Cuando estaba llegando al punto de la desesperación, en la cual pensó seriamente en volverse a Venezuela con el rabo entre las piernas, recibió una llamada de una conocida cadena de comida rápida mexicana, para ocupar el cargo de atender la barra de comida, haciendo burritos.
Le sobrevino una crisis existencial al darse cuenta de que si bien, era muy exitosa otorgando créditos a grandes empresas y haciendo cálculos matemáticos de gran relevancia para la economía de las instituciones, no tenía ni idea de cómo freír un huevo. ¿Cómo, entonces iba ella a vivir de hacer burritos? No encontró respuesta alguna a su duda existencial, pero resolvió que más le valía ser pragmática, y aprender lo más rápidamente que pudiera, ya que necesitaba desesperadamente el dinero.
Y así fue como la vida de esta economista tomó un rumbo inesperado, pero positivo, en su nuevo trabajo haciendo burritos. No le encantaba, pero tenía dinero, y conoció a gente buena en el local.
Lamentablemente, su vida en el plano personal iba más bien en detrimento, y se notaba cada vez más incómoda y solitaria en la pobre compañía de su hermano. Se planteó la posibilidad de alejarse y mudarse a un lugar más barato. No era que su hermano iba a notar su ausencia. La triste gota que colmó el vaso y le hizo precipitar su decisión de mudarse, ocurrió un día, en el cual nuestra protagonista volvía de su recientemente adquirido trabajo. Se hallaba en la parada del autobús, confundida entre cual ruta tomar para volver a casa, cuando se encontró a un chico y lo llamó para pedirle que la orientara un poco. Éste la ayudó, y cuando volvió a su casa se encontró con varias llamadas perdidas de su padre –quién estaba en Venezuela–. Cuando le devolvió la llamada, se encontró con su padre iracundo, el cual le pedía explicaciones acerca de su inaceptable comportamiento. Resulta que su hermano había llamado al padre de ambos, para decirle que cuando volvía a casa en su auto, había visto a I. hablando con un chico en la parada del autobús, y le había parecido inexcusable que ella se hubiese venido a Australia a «buscar hombres en la calle». Sin embargo, no le había parecido relevante verla en la parada, y ofrecerle llevarla a casa, dado que iban al mismo destino.
Y fue así que, después de amargas conversaciones entre ella y su padre, I. se enfrentó a la triste realidad de que el hecho de compartir sangre no te hace familia. Para ser familia hay que compartir amor, afecto e interés por el bienestar del otro. Tiene que haber intención de ambas partes de comunicarse, compartir y crear un vínculo juntos. Y desafortunadamente, el peso de 26 años de ilusiones se disolvió en unos pocos meses, por los constantes desplantes de esa persona que ella había llegado a idealizar en sus fantasías de niña, dándole el rol de compañero y protector que tanto le había hecho falta en su infancia. Y cayó como un balde de agua fría saber que había orientado sus sueños en gran parte, detrás de la idea de conocer a su sangre. Se había ido al otro lado del mundo porque allá tenía familia –y también por razones más objetivas–, pero se había dado de frente y a toda velocidad con la dura realidad de que, al otro lado del mundo, estaba total y absolutamente sola.
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