La historia de I.: tercera parte - El contraste


En la entrega anterior, acompañamos a I. en su accidentado viaje de Caracas a Brisbane, y en su tan esperado encuentro con su medio hermano mayor.

En su viaje de emigración, nuestra protagonista tenía intención de alojarse en casa de su medio hermano, ya que éste regentaba una residencia estudiantil. El trato era que I. iba a rentar una de las habitaciones de la residencia, pagando exactamente el mismo precio que el resto de los inquilinos, como es lo justo. El hermano de I. trabajaba por las noches, cosa que dificultaba encontrar el tiempo para trabajar en el vínculo fraterno, pero ella confiaba en que podrían adaptarse y hacer algo de tiempo para conversar y conocerse.
Vivir en una residencia estudiantil regentada por tu hermano, suena como un buen plan. O al menos, eso pensaba I.

Bastaron pocos días para que I. se diera cuenta que su hermano estaba más contento por tener un inquilino más pagando alquiler en su residencia, que por reencontrarse con su hermanita. Las pocas conversaciones que lograron tener, giraban en torno al pago de la renta. Si bien no se puede dejar de lado que la orientó en lo que pudo en cuanto a su desenvolvimiento en los medios de transporte urbano de la ciudad, la verdad era que el hermano de I. poco a poco iba mostrándole que los intentos de ella por establecer un vínculo fraternal con él, no eran bienvenidos… ni siquiera relevantes.

La madre de I. siempre fue una mujer flexible en cuanto a las responsabilidades domésticas de su hija para con los quehaceres del hogar, por lo tanto, nuestra protagonista había llegado a los 26 años de edad sin tener mayor idea de cómo utilizar una escoba o lavar un plato. Puestos en este contexto, comprenderá el lector el tamaño esfuerzo que le supuso a nuestra heroína ofrecerle a su hermano el limpiar toda la residencia a cambio de obtener un dinero extra para mantenerse mientras conseguía un trabajo estable. Sin embargo, su ofrecimiento no respondía nada más a la necesidad económica, sino también al hecho de querer mostrarle a su hermano que había venido a colaborar, y no a ser una carga en su vida. Su hermano aceptó el ofrecimiento, y luego I. comprobó que la motivación de él respondía al hecho de poder disfrutar de mano de obra muy barata. Y las pocas veces que tenía contacto con ella durante la semana, la conversación se limitaba a observaciones acerca del trabajo de limpieza de la joven, tareas que faltaban por hacer, y cálculos de horas de trabajo/día. Como una empleada más.
No por ser hermana del regente de la posada, I. esperaba un trato especial.

Mudarse del propio país no es fácil. Menos aún para alguien que emigra sólo, y que ha pasado toda su vida para el cobijo de sus padres. Sin embargo, I. guardaba la esperanza de que aunque hubiese salido de su hogar, el lazo familiar con su hermano le daría ese cable a tierra necesario para enfrentar los embates de la aventura a la cual se había lanzado. Al fin y al cabo, ella estaba acostumbrada a trabajar y a hacer dinero. A lo que no estaba acostumbrada era a estar sola, a no conocer a nadie, y a llegar a casa y no tener con quién hablar. Y lamentablemente, cada día que pasaba, se daba cuenta de que ese lazo de sangre que ella toda la vida había idealizado con tanta ilusión, no tenía, ni iba a tener nunca, la solidez ni la calidez que ella llegó a imaginar que tendría. Quizá debió haberlo notado cuando sus intentos de conversar o hacer alguna actividad con su hermano eran fríamente rechazados. Y tuvo un claro indicio cuando compró un ventilador de pie para combatir el abrasador calor australiano, y al solicitar ayuda para armarlo –tarea que jamás en su vida había realizado–, se encontró con un gélido: «mejor hazlo tú, fortalece el carácter». Sí, su hermano tenía razón, no le venía mal aprender a armar sola un ventilador de pie y ser una mujer independiente y autosuficiente. Pero venga, que por darle al menos un poco de orientación para armar el aparato, no se iba a morir su hermano. Y así pasaron mil y un pequeños desplantes.

Y a la par que su ilusión por tener un hermano se iba deslavando, I. se iba dando cuenta de que su cuenta bancaria se estaba agotando de forma alarmante. Comenzó un programa de inglés en la universidad, previo a la maestría para la cual se había inscrito. Y no pasó mucho tiempo antes de que sacara las cuentas –considerando los sueldos que podía ganar con las opciones laborales que había disponibles para ella con su visa de estudiante– y viera que, a menos que fuera contratada por un cartel del narcotráfico, no iba a poder pagar el programa de inglés, más la maestría.

Por otro lado, su búsqueda laboral iba de mal en peor. No tenía idea de cómo hacer una hoja de vida, considerando que jamás había trabajado de otra cosa que no fuera economista. Sin embargo, estaba bastante clara de que no tenía dinero, ni nadie con quién contar, porque intuía que su hermano estaba más que dispuesto a echarla a la calle si se llegara a dar el caso de que ella no tuviera dinero para pagar la renta. Ni hablar de facilitarle algo de comida si ella llegara a tener que sacrificar su presupuesto para el mercado en aras de cubrir la renta. Así que era momento de trabajar de lo que fuera.

Sacrificó una parte importante de su presupuesto en un curso de barista, para aprender a hacer café. Las ironías de la vida… ella que odiaba el café, ahora estaba aprendiendo a hacerlo y pretendía trabajar de eso. Claro, la vida continuaba enviándole su repertorio de ironías, al hacerle ver como ella, que nunca había sido amiga de los quehaceres domésticos, también estaba enviando hojas de vida para postularse como empleada de mantenimiento. No le hacía ascos a nada. Total, un trabajo era un trabajo.
El trabajo dignifica, y aunque no sepamos hacer algo, en la necesidad buscamos adquirir las habilidades necesarias para desempeñar esa labor.

Y así, después de hacer su curso de barista, siguió enviando y enviando hojas de vida, cuya cantidad crecía de forma inversa a la cantidad de dinero que tenía en su cuenta. Cuando estaba llegando al punto de la desesperación, en la cual pensó seriamente en volverse a Venezuela con el rabo entre las piernas, recibió una llamada de una conocida cadena de comida rápida mexicana, para ocupar el cargo de atender la barra de comida, haciendo burritos.

Le sobrevino una crisis existencial al darse cuenta de que si bien, era muy exitosa otorgando créditos a grandes empresas y haciendo cálculos matemáticos de gran relevancia para la economía de las instituciones, no tenía ni idea de cómo freír un huevo. ¿Cómo, entonces iba ella a vivir de hacer burritos? No encontró respuesta alguna a su duda existencial, pero resolvió que más le valía ser pragmática, y aprender lo más rápidamente que pudiera, ya que necesitaba desesperadamente el dinero.

Y así fue como la vida de esta economista tomó un rumbo inesperado, pero positivo, en su nuevo trabajo haciendo burritos. No le encantaba, pero tenía dinero, y conoció a gente buena en el local.
Hacer burritos, la salvación de I. por los momentos.

Lamentablemente, su vida en el plano personal iba más bien en detrimento, y se notaba cada vez más incómoda y solitaria en la pobre compañía de su hermano. Se planteó la posibilidad de alejarse y mudarse a un lugar más barato. No era que su hermano iba a notar su ausencia. La triste gota que colmó el vaso y le hizo precipitar su decisión de mudarse, ocurrió un día, en el cual nuestra protagonista volvía de su recientemente adquirido trabajo. Se hallaba en la parada del autobús, confundida entre cual ruta tomar para volver a casa, cuando se encontró a un chico y lo llamó para pedirle que la orientara un poco. Éste la ayudó, y cuando volvió a su casa se encontró con varias llamadas perdidas de su padre –quién estaba en Venezuela–. Cuando le devolvió la llamada, se encontró con su padre iracundo, el cual le pedía explicaciones acerca de su inaceptable comportamiento. Resulta que su hermano había llamado al padre de ambos, para decirle que cuando volvía a casa en su auto, había visto a I. hablando con un chico en la parada del autobús, y le había parecido inexcusable que ella se hubiese venido a Australia a «buscar hombres en la calle». Sin embargo, no le había parecido relevante verla en la parada, y ofrecerle llevarla a casa, dado que iban al mismo destino.


Y fue así que, después de amargas conversaciones entre ella y su padre, I. se enfrentó a la triste realidad de que el hecho de compartir sangre no te hace familia. Para ser familia hay que compartir amor, afecto e interés por el bienestar del otro. Tiene que haber intención de ambas partes de comunicarse, compartir y crear un vínculo juntos. Y desafortunadamente, el peso de 26 años de ilusiones se disolvió en unos pocos meses, por los constantes desplantes de esa persona que ella había llegado a idealizar en sus fantasías de niña, dándole el rol de compañero y protector que tanto le había hecho falta en su infancia. Y cayó como un balde de agua fría saber que había orientado sus sueños en gran parte, detrás de la idea de conocer a su sangre. Se había ido al otro lado del mundo porque allá tenía familia –y también por razones más objetivas–, pero se había dado de frente y a toda velocidad con la dura realidad de que, al otro lado del mundo, estaba total y absolutamente sola.
La hostilidad no siempre es violencia directa, con la frialdad es suficiente, aunque suponemos que esta imagen le habrá pasado a I. por la cabeza.

Afortunadamente, la vida siempre nos trae lo que estamos buscando. Y esta protagonista encontró familia y casa de manera tan casual, que no le quedó más que pensar que todo lo que había sufrido, no había hecho sino prepararla para la gran bendición que estaba a punto de recibir… justo cuando su hermano la botó de su casa de forma inesperada.

Continúa en la próxima entrega.

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