LA HISTORIA DE C.: SEGUNDA PARTE - EL CAMINO
La hermosa e implacable ciudad de Londres.
En
la entrega anterior, vimos que el panorama económico de C. en Londres se hizo tan crítico, que consideró la prostitución como una salida desesperada ante su crisis.
Tenía
un amigo de la universidad que era escolta masculino, y en confianza,
le había comentado de los pormenores del oficio. Se utilizaba una
aplicación parecida a Tinder, en la cual los clientes leían el
perfil y la ubicación del «escolta», su tarifa, y de ser de su
agrado, lo contactaban.
A
pesar de haber mostrado interés en el oficio de su amigo, C. jamás
pensó que terminaría siendo una opción para él también. Pero
había metido bastantes hojas de vida ya para trabajar en
restaurantes, bares y tiendas, y no le había resultado. Al parecer,
conseguir trabajo en Londres, para un emigrante, era una odisea que
había subestimado al tomar la decisión de mudarse a Gran Bretaña.
Y pues nada… a veces tocaba apretarse los pantalones… o bajárselos.
Él ni se iba a morir de hambre, ni se iba a quedar sin hacer su
postgrado por andarse parando en artículos morales. Él iba a
sobrevivir porque iba a sobrevivir. Y punto.
Haciendo
acopio de toda su fuerza moral, se bajó la aplicación a su teléfono
y comenzó a recibir solicitudes de clientes. Cambió su nombre y su
historia de vida. Se creó un personaje. En realidad, se creó
varios. Podía ser quién él quisiera, amparado bajo el anonimato de
los contactos fugaces que tenía con sus clientes.
La
primera vez fue difícil. Él nunca había cobrado por tener sexo con
nadie. Conocía a sus parejas, y él deseaba estar con ellas. Ahora,
debía tener sexo por necesidad económica, y por si eso solo no
fuera bastante inquietante, quedaba la incertidumbre del tipo de
hombre que lo estaba contratando. ¿Estaría loco? ¿Sería un
asesino perverso? ¿Querría hacer cosas extrañas y humillantes? La
verdad podían pasar muchas cosas, y todas las opciones se veían
aterradoras. Sin embargo, si lograba sobrevivir a esta primera vez,
tendría 100 libras en la mano al cabo de una hora, y pasaría por el
mercado a comprar algo de comer.
Ya
estaba montado en el burro, ahora había que arrearlo. No le quedaba
de otra más que seguir adelante.
Cuando hay que montarlo, hay que montarlo. ¡Allí está!
Y
con todas esas incertidumbres en su cabeza, se presentó en casa de
su primer cliente. Su sorpresa fue grande al ver que lo trataba con
amabilidad y gentileza, como un amigo. Conversaron, C. hizo lo que
tenía que hacer, y recibió su pago.
El
momento del pago tampoco fue como esperaba, una transacción
impersonal. Más bien, el pago vino acompañado de agradecimiento por
su buen servicio en general –no sólo referido al desempeño
sexual–. A C. le daba la impresión de que el cliente estaba
agradeciéndole por una hora de compañía.
Así,
nuestro protagonista sobrevivió a su primer cliente, y con 100
libras en mano, hizo un pequeño mercado que comió, reflexivo, en su
casa.
Fueron
pasando los días, los meses, y la reputación de C. en la aplicación
subía como la espuma. Los clientes lo recomendaban por su buena
atención –ojo, no confundir con desempeño. Aunque por supuesto,
si le preguntan, C. va a decir que su desempeño era el mejor–, y C.
se iba dando cuenta de que la «atención» que más le gustaba a los
clientes era el sentir que alguien, al menos por un corto período de
tiempo, les escuchaba y les brindaba su compañía. C. notó un
patrón común. Sus clientes eran hombres –algunos muy bien
parecidos, otros no tanto– muy solos. Tenían dificultades para
relacionarse con los demás y para mantener relaciones de pareja. El
pagarle a otro para que mantuviera relaciones sexuales con ellos
parecía tener otro efecto: sentían que podían contarle todo a C.,
y éste debía escucharlos porque le estaban pagando. A C. le daba
por pensar que quizá en sus relaciones interpersonales, les daba
temor aburrir a los otros con sus cosas. Pero con él no tenían ese
miedo, porque le estaban pagando.
Y
la verdad a C. no le molestaban sus cuentos… al menos no los de
todos. Le gustaba escuchar, y más de una vez se encontró dando
consejos, consolando y preocupándose genuinamente por el bienestar
de las personas que tenía delante. Si bien no con todos tenía ese
vínculo, con algunos clientes fijos comenzó a desarrollarse una
amistad, al punto que dejaban de verse para tener relaciones
sexuales, y en cambio, salían a tomarse un café. Sólo para
charlar.
Algunas personas sólo quieren ser escuchadas.
Ya
para C., su vida como escolta masculino había perdido el matiz
trágico que tenía al principio, en el que lo hacía sólo por
necesidad. Ahora, si bien seguía recibiendo pago a cambio de
mantener relaciones sexuales con extraños, se daba cuenta de que lo
que hacía era acompañar a gente solitaria y afligida en su soledad.
Él venía siendo no sólo un trabajador sexual, sino también un
anestésico humano. ¡Vaya usted a saber!
Como
lector empedernido que es, C. siempre tuvo contacto con historias en
las que el cliente terminaba formando un vínculo fuera de lo común
con la trabajadora sexual de su preferencia. Y ese vínculo se
convertía en una amistad un poco desdibujada, pero que cobraba
sentido dentro del contexto de la calidez y la comprensión, casi
maternal, que le ofrecía la prostituta al protagonista. Esta vez, la
vida puso a C. en posición de comprender, desde la propia
experiencia, ese inusual, aunque importante vínculo, que une a dos
personas que se sienten perdidas en algún momento de su vida, y a
las que el destino junta para que entre ambas, puedan ofrecerse el
arraigo que necesitan para seguir cada quién, con renovadas fuerzas,
en su camino. Para una de las partes, el arraigo es el dinero que
necesita para sobrevivir. Para la otra, el arraigo es sentir que al
menos, por un momento –y aunque esté pagando–, a alguien le
importa. Y por ese breve espacio de tiempo, ambos dos se necesitan, y
ambos dos se retribuyen.
Y
fue así que C. comprendió que, a pesar del tabú y el rechazo
social y moral que existe hacia la prostitución, sólo el que la ha
ejercido entiende las razones que pueden conllevar a tomar la
decisión de irse por ese camino. Y que una vez que estás en él, te
das cuenta de que, aunque el común de la gente opine distinto, para
algunas personas, es necesario que existan los trabajadores sexuales.
Por
supuesto, C. ejerció la prostitución por su propia decisión y por
su propia cuenta. Sin pagar porcentajes a nadie, ni rendirle cuentas
a otra persona. Él elegía su horario y sus clientes, o los
rechazaba si consideraba que había que hacerlo. Al final del día,
lo que ganara, le quedaba sólo a él. Su tiempo era de él. Hay
otras personas ejerciendo la prostitución que no cuentan con estos
«beneficios», pero eso ya es harina de otro costal. En esta
historia, lo que nos compete es el hecho de saber que, si en algún
momento a alguna persona le tocó tomar la difícil decisión de
vender su cuerpo a cambio de dinero para pagar la renta, el mercado y
sus estudios… pues le tocó. Su valor como persona no disminuye, y
la vida continúa.
Después
de un tiempo, C. ya había logrado por fin equilibrar sus finanzas.
Sus necesidades básicas, y sus gastos estaban cubiertos por unos
cuantos meses. Logró pagar sus cuotas de la universidad, y sintió
que era el momento de volver a probar suerte en su campo laboral.
Antes no había tenido mucho éxito, pero ahora, que ya había visto
su peor miedo –quedarse sin recursos– a la cara y se había dado
cuenta de que podía hacerle frente, estaba más preparado para
afrontar el rechazo y seguir intentando buscar otro tipo de trabajo.
Lo que jamás esperó fue la forma en la que la vida lo ayudó a
alcanzar ese sueño.
Acompáñanos
en la tercera entrega de la Historia de C.
About author: Maitana Delgado
En este orden: Ser humano. Mujer. Emigrante venezolana en Argentina. Hija, hermana, amiga. Psicóloga egresada de la Universidad Católica Andrés Bello, Venezuela. Máster en Psiconeuroinmunoendocrinología de la Universidad Favaloro, Argentina en proceso. Facilitadora de Técnicas de Terapia Psicocorporal de ASOFIPSICOS. Escritora aficionada de mis aventuras desventuras. Practicante descoordinada, pero entusiasta, de pole fitness. Fiel creyente del humor como la mejor de las medicinas. Alma viajera con el monedero vacío, por los momentos. No puedo comer chocolate.
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